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La sombra agonizante

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—Tenemos que hablar. Era la tercera vez en el día que escuchaba eso. Lo oí en días anteriores, pero ahora sonaba nítido. La primera vez creí que era la tele, puesto que es una frase muy común en las telenovelas baratas, y diálogos entre parejas. No le presté importancia, pero unos días después iba yo caminando rumbo a casa, estaba atardeciendo. Escuché: —No me ignores, te dije que tenemos que hablar. Me volví, nadie. Nada. El tono de voz me era conocido, sumamente familiar. Como si fuera yo, pero desde el exterior. Sonaba un poco extraño, como cuando te grabas y luego te escuchas, es diferente, casi desconocido, tan acostumbrado que estamos a escucharnos desde dentro. Llevaba mi cuchillo de caza atravesado en el cinto, en mi espalda. Cerré mis dedos en la empuñadura, me daba cierta confianza. Pero había escuchado aquella voz, estaba seguro. Y a medida que lo estudiaba se iba disipando mi incertidumbre. Era obvio, y confesé, me lo dije frente al espejo: —Me estoy volviendo l

El estornudo del gigante

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Del libro: Historias para niños grandes Entre las montañas, donde los vientos se esconden y la niebla suspende los picos nevados sobre las nubes, supo vivir una vez un gigante con ojos de caracol y corazón de gelatina. Su mirada le había copiado al cielo sus colores, y sus pupilas estaban llenas de estrellas de tanto recorrer el cosmos por las noches, su piel era áspera como las montañas, su nariz era como la entrada de dos cavernas y las pantallas de sus orejas le servían para escuchar tanto estruendo de los lejanos truenos como el susurro con que las abejas se transmiten sus secretos. Era muy , muy grande. Como no había zapatero que pudiera fabricar sandalias para sus pies, siempre andaba descalzo, los techos de las casas no rebasaban sus tobillos y los dedos de sus manos, gruesos como el tronco de un viejo roble, eran inútiles a la hora de arrancar flores, por eso inclinaba su cabeza hasta el piso para olerlas, como si estuviera besando la tierra, lo que agregaba dos extra