Condenada a la hoguera











El enorme círculo incandescente apresuraba su descenso. Jirones de trazos rojizos avergonzaban al ocaso. El implacable verano cerraba los párpados somnolientos con su aliento pegajoso.

La soledad gemía, huérfana.

Una figura desgarbada deambulaba desafiando la inercia de la hora. La abúlica indiferencia de su espíritu enfermo regurgitaba por la ventana de sus ojos sin la más remota idea de su destino. Se diría que recién incursionaba en el siglo, apenas llegado de un planeta en extinción, sin interés de vivir ni esperanza de morir. Los minutos, las horas, eran vagas nociones del devenir absurdo del tiempo.

Esclavo de la materia, ocupaba una dimensión paralela a la de su cuerpo. Dormido o despierto, no importaba. La pesadilla había borrado las barreras del consciente.

Elevó la mirada, hasta ahora buscando huellas de serpiente en las rocas, y procuró encauzar su atención a algo más allá del universo.

En vano. La colosal barrera del presente le impedía enfocar dimensiones lejanas.

Su existencia acabó esa misma mañana, cuando su amada se transformó en humo y cenizas al ser engullida por el fuego, incinerada hasta no quedar vestigios de su presencia.

Por eso vagaba, incapaz de afrontar la realidad.

Al no poder descender se desvanecía en la tenebrosa penumbra de su congoja infrahumana. Lo lograba por pocos minutos hasta que el recuerdo se imponía, abrasándolo inquisitivamente.

Si pudiera encontrar una cobra que le mordiera para volver a aquel paraíso, el de ellos.

Ella llenaba su mundo, leve, rubia, transparente, con su cabello suelto. El hueco de su presencia no pudo borrar el aroma de su piel.  Era su todo. Desnuda y etérea. Bella.

—¿Por qué te condenaron a la hoguera? -,  sollozó.

Casas y árboles ya pertenecían a las sombras. El calor se aferraba a la tierra y la nostalgia crecía con la noche. Los grillos afinaban sus instrumentos sin quitar los múltiples ojos del ominoso crepúsculo.

Se acostó sobre el césped boca arriba, remontó la Vía Láctea desde el horizonte hasta Orión, se bañó en la constelada salpicadura de estrellas e intentó disfrutar el silencio, a años luz de sí mismo. Escaparía elevando su espíritu hasta verse dormido desde lejos. Se saturaría de paz y no volvería.

Que se enteraran de su muerte cuando los matones encontraran su cuerpo abandonado y los gritos de alerta de los vecinos aterrados despertaran a sus padres y sus hermanos. Se merecían sufrir por lo que él estaba padeciendo.

Repentinamente, el bramido de un dios terrible e iracundo le abofeteó la cabeza y el dolor lo devolvió a su cuerpo.

—¡Levántate haragán, que son las diez de la mañana y déjate de soñar cochinadas! le increpó su progenitor.

—¿No te bastó que te quemara la Playboy?

—Apresúrate y anda a lavarte las manos…


Autor: Roosevelt Jackson Altez -REJA-

Roosevelt es autor, escritor, dibujante, artista gráfico.

Su última novela: “ Las violentas vetas del volcán” está disponible en Amazon y Google Libros.

También es autor de diversos blogs, y cuentos cortos, y no tan cortos.

Puedes comunicarte con nosotros a: edicionesdelareja@gmail.com

 

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