El móvil de Javier





Secundino Flores, nacido y criado en la finca suburbana de sus padres, era extremadamente manso, todo a su alrededor se desenvolvía sin prisa y con pasmosa normalidad, excepto la pobreza, que oprimía y le hacía sonar las tripas, recordándole con insistencia perruna que hay que comer para vivir.

Creció aprendiendo a compartir sin ser obligado. Vio a su viejo, y a su vieja quedarse sin comer, haciendo que llevaban un mendrugo a la boca, devolviendolo a escondidas al plato de  sus hijos. Contrario a lo que muchos piensan, el hambre te vuelve generoso, y la pobreza no es una enfermedad.


 Vino de Méjico muy pequeño, con su hermano mayor. La migra los persiguió una noche, y su hermano, por salvarlo a él, saltó del arbusto detrás de donde se escondía justo enfrente de la luz del foco de la patrulla, en cuanto lo vieron, comenzaron a gritar y correr hacia él. Mientras  Secu, que así le decían, aprovechaba para alejarse cubierto por la espesa oscuridad. Sintió disparos, un grito, y luego silencio. Caminó hasta el amanecer, sabía que debía encontrar una ruta, la veintinueve, y continuar  sin hablar con nadie, hasta llegar a Las Cruces, donde buscaría la casa de un amigo de su padre, que lo ayudaría a acomodarse. Estaba en Nuevo Méjico.

Tenía siete años y dos billetes de veinte dólares americanos.

Y arrancó a vivir. 

Aprendió varios oficios, a llamar por teléfono a Chihuahua, cómo se cambiaba y enviaba dinero, y donde procurar tamales, tortillas y chile. Se compró un celular con el primer pago semanal y le mandó dinero a su padre para que se comprara uno también.

Fue ahí que  se enteró que a su hermano lo mató la migra. Según su progenitor dijeron que estaba armado. ¿Con qué? Lo único que llevaba era un bastón improvisado para ahuyentar serpientes. 

Derramó silenciosas lágrimas el tiempo que duró la llamada, ese fue su duelo.

El amigo de su progenitor le dio una habitación para dormir, al fondo de la casa. No fue a la escuela, se puso a trabajar para pagarle la deuda al coyote, que amenazador e insistente, visitaba a su padre cada semana, profiriendo amenazas y blasfemias. Casi a los dos años, cuando le mandaba la última remesa, el maldito murió en un tiroteo con la guardia nacional. Fue una fiesta allá en el rancho, no por la muerte, sino porque pudieron usar la remesa para comer hasta hartarse,  y les sobró para comprar una olla y un sartén.

Siguieron pariendo hijos, hasta que en el noveno,  ella se quedó en el parto, allí mismo, en la única habitación de la casa. Lo dejó viudo y con siete hijos.

El agua caliente se consumió en el fogón de  la cocina, bajo el alero extendido hacia el costado opuesto a la calle. Seguro la hicieron de ese lado para que no vieran desde fuera que se estaba cocinando. 

La enterraron al borde del lote, cerca del perro que murió de flaco, por no aprender a vivir sin comer. 

Cuando cumplió dieciocho años le mandó dinero a su padre para que cruzara de mojado, y viniera a su casamiento. EL viejo llegó unos días antes de la boda, por una semana, y se quedó más de tres  años. Sus hijos estaban todos en el norte, seis vivían cerca de la casa de Secu. Ayudó a criar dos nietos, hasta que la nostalgia se le pintó en las arrugas y volvió en bus a su pueblo. 

El primer hijo de Secu fue bautizado con el nombre de su abuelo: Javier, el mocoso no se despegaba del viejo por un minuto, se dormía en sus brazos. Esos dos se entendían sin hablar.

Cuando él partió, el mocoso lloró por tres semanas, hasta que lo convencieron que su abu volvería pronto. 

Con la misma porfía por aumentar la prole que tuvieron los viejos, Secu y Ana, que era el nombre de la esposa, no dejaban pasar un año sin traer un nuevo retoño. Trabajaban los dos, y una hermana de ella, la soltera, le cuidaba los críos.

EL pequeño Javier le pedía el teléfono para llamar a su abuelo. Ella lo escuchaba en su media lengua, contarle los acontecimientos recientes, Sólo que el celular no tenía carga ni se podía llamar a Chihuahua con él, apenas recibía una que otra llamada local, casi siempre de Secu o Ana.

Tanto insistió el niño en tener un celular que el padre tomó un trozo pequeño de madera, lo moldeó a navaja, le dibujó una pantalla, números, y le colgó un hilo de plástico, “para que no dejara que se agotase la batería”. Le hizo un diminuto agujero en la pared y le dijo que aquel era el único enchufe para su celular, que nadie más que el podía usarlo. Ese modelo era exclusivo.

Orgulloso con su pertenencia, Javier salió de la habitación directo a llamar a su abuelo.

Pasaron los días, semanas, y una tarde, cuando los padres llegaban del trabajo, el chavito los esperaba con una noticia. 

Les dijo: 

—Hablé con el abuelo y está enojado porque ustedes no le han hablado.

Siguiéndole la corriente le preguntaron cuándo.

—Esta mañana, y me dijo que había estado enfermo.

—¿Usaste el teléfono de tu tía?

—No—dijo el niño muy serio. —Le marqué  con el mío— aclaró, levantando el juguete de madera.

Hablamos hasta que se agotó la batería.

—Esta bien, gracias por avisarnos— dijeron los padres al unísono, conteniendo una sonrisa.

—Ahora vete a jugar.

Y olvidaron el asunto.

Como a la semana, Javier los esperaba de nuevo en la puerta del frente.

—No han llamado al abu. Y está muuuuuy enfermo— dijo, enfatizando la gravedad del viejo con el “muy”  prolongado en un agudo estridente.

—¿Tu le marcaste? —preguntó la madre, intrigada esta vez.

—Sí— dijo afirmando con cabeza y torso, como los pequeños lo hacen.

Secu, para asegurarse de que no había usado el teléfono de la tía, le pidió a la mujer que hablara con su hermana, y le preguntara si ella le había marcado. Ella obedeció, pero la joven dijo que no, que no podía llamar a Chihuahua, y menos su sobrino.

Al día siguiente era sábado, así que al levantarse, marcó a don Javier. 

—Papá, soy Secu.

—!Hijo, tanto tiempo! Creí que se habían olvidado de mi.

—¿Cómo estás?

—¿No les contó el pequeño? Estuve muy enfermo.

—Si, nos dijo, pero creímos que estaba imaginando.

—Hemos hablado varias veces.

—Pero él no tiene teléfono, en nuestra casa no hay línea y Ana y yo cargamos los nuestros todo el tiempo.

—No lo sé, él es que me marca, me dijo que la tía le enseñó como hacerlo.  Me explicó como usar el altavoz, y como llamar al número de donde recibí la llamada—aclaró el abuelo

—Pero ¿tú lo llamaste alguna vez?

—No, él no sabe el número del… lo que sea, que tú le regalaste. Incluso me aclaró que se asegura que la batería esté repleta para llamar. Usó esa palabra “repleta”

—Papá, te marco de nuevo en unos minutos. Déjame aclarar el asunto— y cortó

—Javier! —llamó, entre divertido y enojado.

El niño entró asustado, su madre detrás.

—¿Sí papá? — preguntó titubeando.

Ana le dijo: —No seas duro, sólo tiene siete años.

—A los siete yo crucé el desierto y me puse a trabajar—dijo el progenitor; ahora sí, visiblemente enfadado, quizás por el contraste de su propio sufrimiento y la sencilla  inocencia de su crío.

Le preguntó al niño con ojos amenazantes, entre furioso y divertido:

—Me vas a decir ahora, y no me mientas, qué teléfono usaste para llamar a tu abuelo.

En silencio, Javier levantó la mano donde sostenía el juguete de su padre. El temor pintado en sus ojos.

El padre levantó la mano para propinarle una cachetada, Dijo furioso:

—Pues llámalo ya.

Temblando de miedo con lágrimas en los ojos el chavito colocó el juguete encima de la mesa y apretó lentamente,número a número, los dígitos del celular de su amado abuelo y  se apartó, todavía temeroso.

Silencio. 

Antes de que su padre bajara la palma de la mano a sus nalgas, pareció recordar algo y dio un paso adelante, acercó su menudo índice al dibujo que se suponía que era el altavoz, y presionó decidido.

De la madera brotó una voz  inconfundible:

—Javier, ¿eres tú?

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Autor: Roosevelt Jackson Altez -REJA-

Roosevelt es autor, escritor, dibujante, artista gráfico.

Su última novela: “ Las violentas vetas del volcán” está disponible en Amazon y Google Libros.

También es autor de diversos blogs, y cuentos cortos, y no tan cortos.

Puedes comunicarte con nosotros a: edicionesdelareja@gmail.com

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