Dimensiones

Fue más corto que pestañear.

Duró lo que una centella, y silenció mi entendimiento como un lento y ahogado trueno. Ni siquiera puedo afirmar lo que pasó.

 —¿No puedo?  

Apenas consigo hilvanar los hechos sin perder la cordura. ¿Sucedió en una suerte de sistema paralelo? ¿O estoy aquí, en el ahora imaginario del relato?

— Imposible. 

¿Deja de existir un universo porque tú lo niegues, o es una realidad que no es afectada por tu soberbia incredulidad?

Me justifico: 

—La experiencia tuvo que ser,  si no, no estaría acá. Y así

Nada tiene sentido.

Bajar en dirección a las estrellas va contra de toda lógica. 

Caer o ascender, ¿Qué hace la diferencia? Atraído por la Tierra o por Mercurio.

Lo mismo da. Apenas tenemos que aventurarnos a abrir un  hueco en el reducido espacio de nuestra mente y dar crédito a lo que existe más allá de nuestros humanos sentidos.


Resbalé, sin dolor, sin aviso, sin motivo. 

—Pero ¿Por qué no recuerdo?

Espera, había alguien conmigo. Puede decirme lo que vio, si es que vio algo.

—¿Cómo se llamaba?

Tomás, ¿o Natán? ¿O Manu?

—¡Terrible  memoria!

De lo que estoy seguro es que caí, si el caer significa perder el equilibrio. Pero: ¿caen los astronautas en el vacío, fuera de la estación espacial? ¿o sólo flotan? ¿existe el arriba y el abajo, aun cuando no hay ninguna referencia?

Para conciliar las dificultades del idioma digamos que resbalé.

Algo que pareció ser una rama puntiaguda se clavó en mi costado. ¿un trozo de metal?

 Iba a gritar de dolor, pero no dolía. Llevé mi mano izquierda adonde se había hundido y sentí mi sangre caliente brotando con profusión.

Entonces me hundí en el polvo y el polvo me cubrió.


Tomás corrió hasta las precarias edificaciones, a la salida de la cantera.

—¡Ayuda, ayuda! – gritaba

Al escuchar sus alaridos, un par de hombres que vigilaban, seguramente por el fin de semana, salieron. 

—¿Qué te sucede? – preguntó el más viejo.

—Mi amigo se resbaló y cayó dentro de un pozo. La misma tierra suelta lo cubrió. Necesitamos cavar y salvarlo- dijo, tomando un resuello.

—Imposible, el único operador de la pala mecánica se fue a ver a su novia y no dejó la llave. Vuelve el domingo de noche.

—Podemos usar palas de mano.

—Estás loco, para que se entierre algún otro. Eso es todo tierra suelta, si el operador no es bueno, se traga hasta la máquina, no va a ser la primera vez.

—Pero...

—No. El domingo lo buscamos

—Estará muerto para ese entonces.

—¿Qué hacían ustedes ahí? Es propiedad privada.

—Nos perdimos. Dejamos el carro del otro lado del bosque. Ni sabíamos que la cantera estaba tan cerca.

—¿Cuánto caminaron?

—Como cuatro horas, ya estábamos por dar vuelta ¿tiene teléfono?

—No, ni teléfono, ni celular, no hay recepción en esta zona. Estamos alejados de todo. Dos mil años atrasados— Bromeó.

—¿Puedo quedarme acá? Ya es de noche.

—Hay un cuarto con un catre en el fondo. Entra.


Literalmente fui tragado por la tierra. Cuando avancé mi pie derecho en la semi penumbra del crepúsculo la planta no encontró la irregular superficie del tosco terreno que venía pisando. Me sumergí en la nada. Algo blando, húmedo, con olor a tierra removida me cubrió. Instintivamente respiré hondo, llenando mis pulmones del aire casi sofocante que emanaba el humus generoso de alrededor. La rama clavada en mi costado seguía allí.  

Si me desmayé, si perdí conciencia de la nueva realidad, si, como un somnífero poderoso, lo que llenó mi ser me noqueó por completo no lo sé. 


Tomás se tendió en el humilde catre apenas sacándose las botas todo terreno y alineándolas a los pies, en el piso de tierra endurecida. Con su chaqueta color caqui hizo una almohada, donde apoyó la cabeza. Sus ojos hurgaron hacia arriba, el techo ya había desaparecido en la penumbra. La habitación no tenía nada que encender para alumbrar y le pareció una descortesía pedir. Aparentemente sólo había un farol a querosene encima de la tosca mesa de la habitación principal que cruzara. Los hombres hablaban quedamente, casi con timidez, habían encendido la lumbre a queroseno y un pálido resplandor amarillento entraba por las rendijas de las tablas desparejas, unidas con impúdico desajuste mediante dos travesaños y sostenida al marco circular con bisagras de cuero reseco.

No se había atrevido a cerrar, tuvo miedo que la hoja se desarmara y todo se viniera abajo como castillo de naipes gastados. Un rancio olor a comida recalentada que llegaba del otro lado de la abertura le recordó que no probaba bocado desde la mañana, pero pensó en el riesgo que ser invitado a compartir el frugal alimento y cerró los ojos fingiendo dormir, por si uno de los dos hombres se asomaba para invitarlo. La última imagen de las viguetas desapareciendo en la oscuridad fue retenida en su memoria, le parecíó ver una araña desplazándose hacia arriba, sus ocho terribles patas se movieron a toda velocidad. 

—Mientras no se le ocurra descolgarse hasta mi cara— pensó. 

Les tenía terror. Cuando niño fue picado por una en su cuello, y estuvo al borde de la muerte.

 “La muerte”, había estado hablando del tema unos días atrás con sus amigos. Sonaba como algo irreal, imposible. Una palabra vacía, que nadie se aventuraba a llenar. Se durmió negando la aplastante idea del fin de todo, apagándolo con el recuerdo de su playa preferida. Una bandada de gaviotas vino en su auxilio, llevándose la sombra hueca de capucha negra asida en sus picos, como el negativo de una sábana puesta a secar.

—Tomás, ¿qué haces dormido debajo de ese árbol?. Te la pasas descansando. Así no vamos a llegar a ningún lado.

—Manu, ¿dónde estabas?. Te busqué por todos lados.

Iba adelante tuyo, estaba por llegar a la cantera, pero al no verte, regresé a buscarte.

—No sé que me pasó, encontré unos hombres y me puse a hablar con ellos.

—¿Dónde están?

—Estaban parados ahí, donde estás tú, hace unos minutos.

Las discusiones de los amigos eran siempre por el mismo motivo. Manu era emprendedor, osado, siempre iba adelante. Tomás, en cambio, era más tranquilo, lo analizaba todo, lo sometía al juicio de su razón. Si su intelecto no lo entendía, se negaba a aceptarlo.

Manu tenía un corazón de oro, según decían.  Lo envidiaba, hubiera deseado ser amable, querer a todo el mundo, pero no podía. 

Se dio vuelta hacia el costado, la cama de hierbas era muy incómoda. 

Todavía olía a guisado rancio.

Cuando despertó ya era de dia. Se calzó las botas, cruzó el umbral sin tocar la tambaleante estructura de la puerta. Los hombres de la noche anterior ya estaban levantados. Sin decir  palabra el más viejo le ofreció café en un abollado recipiente de aluminio con un asa de alambre. Se lo dejó encima de la mesa, advirtiendo:

 —Está caliente.

Un frasco de vidrio sin tapa, con una cuchara enterrada adentro y costra de azúcar de color ámbar pegada a su alrededor, lo invitaba tímidamente a endulzar el negro y humeante contenido. Odiaba el café amargo, pero no se atrevió a usarla y se lo llevó a los labios soplando cautamente el borde. Bebió el primer sorbo, el impacto del líquido caliente y el gusto desusado terminó de despabilarlo. 

Tenía sed pero no se atrevió a pedir agua, quién sabe de donde la traían, y en qué, dijo:

—Gracias por la cama y el café. Voy a caminar de vuelta al auto, volver a la ciudad para verificar si mi amigo regresó a su casa. Mañana temprano en la tarde estoy acá. Extendió la mano a guisa de saludo, a sabiendas del riesgo que significaba estrechar la de ellos, pero no sido una descortesía imperdonable no hacerlo, y los necesitaba para excavar el lugar donde desapareciera su compañero de aventuras.

Ascendió la cuesta con rumbo al bosque, cruzó el camino y se perdió en la espesura.


Me despertó un ruido de un gran motor que operaba sobre mi cabeza. Una máquina en extremo pesada, a juzgar por las vibraciones del terreno, se acercaba. El material negro, suelto, a mi alrededor se movía y comprimía con los sacudones. Su ruido seco, metálico, seguido de un zumbido, me indicó que la parte móvil de la misma  se desplazaba hacia abajo. Una hilera de dientes, sostenidos por un filo de como dos metros de ancho se clavó en el suelo, se hundió con fuerza, pivoteó y volvió a subir, quitando de encima de mí un montón de aquella cosa negra, suelta. 

Estaba a escasa distancia. No me había percatado, pero caí en la cuenta que no sentía opresión ni ahogo, pese a seguir enterrado. 

La máquina volvió a atacar. Ahora enterraba la cuchilla de dientes rumbo a mí, justo a la altura de mi abdomen. Quise gritar pero nada salió de mi garganta. 

Se clavó justo donde yo estaba. 

No sentí nada. ¿estaría congelado de frío?. 

Como hiciera anteriormente, operó las palancas y se repitió la maniobra de excavación.

 Levantó la tierra con la mitad superior de mi cuerpo.

¿Cuerpo?

—Sí.

Pero ya no era carne y hueso. Me había convertido en polvo, exactamente igual a lo que me rodeaba.

Yo no era yo. Estaba constituido de partículas minúsculas, molido e irreconocible, pero fuera de mi persona. 

Yo era yo, pero no la materia viva y caliente. Mi cuerpo era polvo, separado de mí.

Lo insólito es que no me importó. Al contrario. me sentí libre, como a quien se le abren las puertas de una prisión y puede hacer lo que antes no podía 

Me erguí a unos pocos metros de la máquina, una enorme pala cargadora, con neumáticos de goma, y de color amarillo, oxidada y barullenta. 

Estaba absurdamente feliz, separado de mí, todavía era yo. Quise caminar pero floté sin mover los pies. Saludé pero no me vieron. Allá atrás, con los ojos clavados en el movimiento de la pala, estaba Natán.

Me acerqué.

—Tomas.

No me escuchó. Su atención centrada en el lugar donde el agujero crecía, no percibía más nada.

Levanté mi brazo derecho, y me dí cuenta que ya no vestía la misma ropa. Una túnica de una textura liviana, suave, confortable, me llegaba a la mitad de la pierna. Pantalones de la misma tela cubrían mis piernas hasta el tobillo.

Pensé en mi casa. 

Algo increíble sucedió. Allí estaba, en frente de mí. Caminé como anteriormente, ingrávido. No tenía mucho control sobre —¿mi cuerpo?—. En lugar de acertar la puerta, ingresé por la pared. 

—Sí— atravesé la pared. ahora estaba en mi cuarto. La cama a medio tender, como la había dejado. Todo en el mismo lugar. 

Probé a moverme. Entonces caí en la cuenta que no ordenaba a mis miembros moverse. Mi mente tenía el control de todo. La materia obedecía. 

Me llevé la mano al costado, para verificar si la herida estaba abierta. No salía sangre. Mi dedo se hundió el el orificio, pero no sangraba. 

Todo aquello era nuevo, imposible de creer. pero hermoso. Nunca me había sentido tan bien. Tenía que volver, ¿dónde dejamos el vehículo?

Nuevamente, sólo al pensar, me trasladé al instante. Pensé en el tiempo que me llevó venir a la casa, pero no tenía la impresión de que los minutos pasaran.  Ahora estaba enfrente del carro, pero en el estacionamiento de la cantera. Seguro Natán lo movió. Entonces: —¿Me buscaban a mí?

—¿Qué dia era? Apenas estuve enterrado unos segundos. 

Creo.

Pensé en Natán.

 Lo ví enfrente de mí. Él no me vió.

—Natán, Soy yo, Manu.

Ahora sí me escuchó. Gratamente sorprendido, pero asustado, me tomó del brazo. Como si una corriente eléctrica lo hubiera golpeado, me soltó.

Atinó a preguntar: —¿Dónde estabas?

—Acá parado, ¿no me viste?

—¿Por qué te cambiaste de ropa?

—No lo hice.

—Alejémonos de aca. Cuéntame qué sucedió.

Le relaté todo, pero no me creyó. Levantando la túnica le mostré la herida. 

—¿Ves? Es cierto.

Estiró su mano, y sin avisarme, enterró el índice de su mano izquierda en el agujero. 

Casi se desmaya.

Se sentó sobre una enorme piedra, justa donde comenzaba el bosque.

Un hombre entrado en canas, y barbudo, se acercó.

—Su amigo no está enterrado, no tiene caso buscarlo, seguro volvió caminando a la ciudad.

Natán me miró sorprendido. El sujeto no podía verme.

Le dió las gracias y le pidió disculpas. 

Nos alejamos caminando rumbo al auto.

—Cuéntame todo de nuevo— dijo, no entendiendo por qué Manu se veía tan feliz.

En el regreso le volví a referir la historia, Escuchaba con atención, sus ojos desmesuradamente abiertos. Su rostro se ensombrecía a medida que captaba el cambio operado en mí.

Cuando acabé el relato, dijo en tono casi agresivo:

— ¿Por qué no me llevaste contigo?

Fue la última vez que nos vimos. Un repentino malestar, como de quien no pertenece al momento ni al lugar, llenó mi persona.   No necesité pensar, una fuerza como un magneto gigante, gentil y atrayente, me sacó de allí.



Pasadas com dos semanas, un móvil de la policía llegó a la cantera.

Preguntaron al capataz si no había visto a un joven así y así, describiendo a Natán.

El capataz le dijo que lo vieron dos semanas atrás, apareció un viernes, casi al anochecer,  buscando a un amigo suyo que, según él, se había caído en una depresión del terreno, donde estaba la tierra suelta. Les contó que había dormido en un catre, en la casa de los cuidadores, y se había marchado al día siguiente, temprano en la mañana. 

—Volvió el domingo de tarde- dijo. estuvimos excavando el lugar donde nos dijo que había caído, pero no encontramos a nadie. 

—Creo que estaba un poco chiflado-agregó.

En ese momento recibieron una llamada por radio. Otra unidad había encontrado el auto del otro lado del bosque. 

Estuvieron dos día buscándolo. Nada.

Los policías se despidieron, agradeciendo por la ayuda recibida.


Pasó el tiempo. 

Como a los tres años, el dueño del lugar decidió retirar la tierra suelta, para evitar accidentes y al mismo tiempo descubrir una pared de granito en el lado sur del enorme hoyo. 

A poco de excavar encontraron un esqueleto con pedazos de chaqueta, al parecer color caqui y al parecer calzando unas botas todo terreno.

Era Tomas.



Autor: Roosevelt Jackson Altez 
Roosevelt es autor, escritor, dibujante, artista gráfico.
Su última novela: “ Las violentas vetas del volcán” está disponible en Amazon y Google Libros.
También es autor de diversos blogs, y cuentos cortos, y no tan cortos.
Puedes comunicarte con nosotros a: edicionesdelareja@gmail.com








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