Sinfonía profética en clave de Q'uq'



 


El tiempo transcurría indolente en la generosa floresta del estrecho continente tropical, la exuberante tierra de los mayas. Los días se sucedían sin nombre y las estaciones del año apenas se diferenciaban por el lapso entre aguacero y aguacero. En la cima de los montes de infinitos tonos clorofila sobresalían los desafiantes picos del templo del Gran Jaguar, el Tikal, mandado construir por Hasaw Cha'an Kawil, el Ixkún, K’marcaaj, el Takalij Abaj, también Iximiché y Chuitinamit, éstos ubicados cerca del lago Panajachel. Eran ellos las moradas terrenales de las deidades del imperio.

Para internamos en ese mundo inexplorado, oscurecido por el polvo del olvido es necesario vestirnos adecuadamente. Calcemos las sandalias de dedos descubiertos, aseguradas con correas por encima de los tobillos. Desnudemos nuestros torsos para sentir la caricia perenne de la brisa. Ajustémonos la túnica a la cintura y adornemos nuestras cabezas con el penacho de plumas. No olvidemos los brazaletes de oro y los collares de hueso.

—¿Listos?

Ingresemos entonces al pasado, sin otra carga que nuestra mente sedienta de distancias, vacía de imágenes y llena de preguntas. Caminemos por el túnel sin espacio y sin barreras donde todo es posible, hasta encontrar la pre colombina tierra, virgen e incontaminada, la de piel quemada por el sol. Bañémonos de libertad. Mostremos nuestras heridas sin cicatrizar.

Retrocedemos ahora en un espiral multicolor, dejando atrás sonidos familiares. La brisa nos trae olor a lluvia, percibimos voces desconocidas.

Nos detenemos.

Escuchamos atentos. Algo se agita enfrente de nosotros.

Acabamos de operar el milagro. Nuestra presencia mueve el péndulo gigante de las horas. No era nuestra intención, pero dimos cuerda al reloj detenido de la historia.

Ahora somos sensibles a voces enmudecidas. Provienen de la etnia amordazada; la raza diluida en extrañas costumbres, ataviada con prendas cargadas de falso pudor. Trasplantada.

Hemos penetrado en su universo.

—¡Despiertan!

Se levantan de sepulcros abiertos a escribir el último capítulo de su generación interrumpida. Suben empapados por el denso vaho que exhala el osario caliente de su afrenta.

Ignorándonos, pasan entre nosotros emanando la frescura de su juventud dormida.

Sacuden sus ataduras. Se quitan las escamas somnolientas adherida a sus párpados.

 Usan sus lanzas como estandarte. Muestran profusos collares hechos con dientes de sus enemigos. Avanzan sin vacilar, fija la mirada, adusto el rostro. 

—Debo advertirte que hemos cruzado el umbral de lo imposible. No podemos regresar. Pisaste conmigo este suelo y tus sandalias, tan culpables como las mías, acaban de hundirse en el humus que alimentó el engaño de cuatro siglos.

Observemos atentamente, no habrá otra ocasión.

—Quizás el final no sea el que esperas. Prepárate, empujamos una puerta cerrada que gira sobre sus chirriantes goznes, no sabemos lo que puede haber detrás de ella.

Somos parte del drama.

Al igual que ellos, en nuestro peregrinar cientos de veces hemos nacido y muerto. Hemos sido dueños y esclavos. 

 Como los que han despertado, pertenecemos a esta tierra. Regresamos a reclamar lo que nos pertenece.

—No te angusties. Disfrutemos.

 

*****

 

K’inich Ajaw, el rostro del sol, continúa saliendo por el mismo lugar. Recorre inmutable su camino, para luego ponerse a dormir detrás del horizonte, donde la luna prestidigita menguantes y la noche mueve las estrellas a su antojo.

Tohil, poderosa tormenta irrefrenable, golpea una y otra vez, fustiga a latigazos de viento y aguaceros la primorosa concepción de los preclaros arquitectos, desluce las obras de los pedreros, apaga el brillo soñado por los orgullosos semidioses. Redondea las aristas de los templos y pudre sus maderas labradas primorosamente.

Cuando entramos en escena es el único dios despierto, el resto del panteón reposa.

No así la selva, que nunca descansa, que se renueva continuamente.

Que era y que es. Que tejerá con sus raíces la lápida vegetal de nuestras tumbas, el sello de propiedad sobre lo que perece inexorablemente.                                      

El velo está abierto. Con la impunidad de espíritus indiscretos escudriñamos el tesoro que se oculta debajo de la montaña de escombros de los siglos.

 

******

 

La naturaleza ignora los ciclos vitales, la fauna no se percata de los que envejecen. Su retorno a la nada es silenciado por las nuevas generaciones que surgen, pletóricas de vida.

Q’umarkaj hierve. Una febril actividad se desarrolla por todo el orbe. Hombres, mujeres y niños cargan trozos de madera, sacos llenos de Ab'ix, milpa.  Encienden fuego, colocan cazuelas de cerámica con agua para hervir. Mujeres ataviadas con largos vestidos de colores hilan, tejen, cuidan de los “ak’lab”, de sus niños pequeños. Los hombres tensan sus arcos, fabrican flechas, arrojan sus lanzas a un enemigo invisible.

Nadie está ocioso.

—Nosotros tampoco.

Un hombre joven recorre la plaza donde esas personas se ocupan de sus quehaceres. Todos inclinan la cabeza al cruzarse con él. Se diría que más que respeto, inspira temor. De complexión atlética, luce sobre los marcados músculos de su pecho un collar de placas con la historia de sus ancestros. Una daga de inusual tamaño cuelga, ajustada a su muslo izquierdo. Se sabe temido y lo disfruta. Su destreza en la guerra ha validado su posición. Es el último de los príncipes imperiales, Tecún Umán.

Cruza la explanada y se dirige a la selva. Va apenas armado con el hacha de guerra. Se interna ahora en los imperceptibles senderos donde el siguiente paso puede ser el último. Parece buscar algo, no son huellas, pues no mira donde afirma sus pies. Su vista recorre las copas de los árboles, otea la brisa dilatando su nariz. El agudo sentido, instinto acaso, le advierte sobre cada vida en la floresta.

Se desliza como el tigre: lento y sigiloso.

—Sigámoslo.

Mientras el jaguar duerme, explora la espesura donde todo sobreabunda.  Los monos araña observan al intruso con cautela. De prudente distancia estudian sus movimientos hasta que lo reconocen, entonces se alejan dando asombrosos saltos al vacío. Se detienen, escuchan y rascan sus cabezas. Pretenciosos, debaten sobre el mensaje del mochuelo. Sus primos, los aulladores, elevan sus quejas sin preocuparse por el resto de la orquesta. El tucancillo verde busca algo que sacie su siempre presente apetito; un solitario tolomuco se esfuerza en treparse en ramas demasiado delgadas, cayendo y volviendo a intentarlo. En las copas de las ceibas pululan pájaros de los más variados colores: el mirlo café, el chipe pechimanchado, el zorzal pardo, el carpintero, el tucán, y por supuesto, el quetzal. Este último, siempre buscando los espacios altos, donde competir en belleza con las orquídeas.

El recién llegado desentona en medio de aquella algarabía, erguido sobre sus dos piernas viste sin vergüenza su desnudez. Sobre su cabeza calza un modesto penacho hecho de plumas multicolores. Se desliza entre helechos gigantescos, sus pies reptan sobre la hojarasca en inaudible secuencia. Seguro de sus pasos y su objetivo, se detiene cada tanto para escuchar, atento.

Busca a su emplumado amigo, Q’uq el quetzal, entre las ramas de los guayacanes. Cuando lo divisa, trepa lentamente hasta que descubre un lugar confortable donde descansar mientras escucha sus gorjeos.

—¿Que no canta? Escucha.

El ave, advertida de la presencia humana, se mueve entre el follaje. Al hacerlo, todo su plumaje emite radiaciones esmeraldas. La fauna admira su belleza, la flora envidia sus colores. Entonces llena su pecho de aire, abre apenas su pico para entonar, a manera de introducción, la cromática escala de su sofisticado opus dedicado al que camina en dos patas. A él, sin pelos que le cubran ni plumas que lo hermoseen, es lo único del entorno que llega a cautivarlo. Apenas lo advierte, recuesta su cabeza en un tronco y ensaya un silbido simple, contrapunteando el prodigioso canto.

—Ingan chiköp kolomaxik rax— le dice, —“me gusta tu composición verde fresco”.

 

Abriendo su pico, el ave fuerza su garganta hasta alcanzar agudos imposibles en su preciosa vocalización, contestando en ese su idioma:

—Maltyox chawé—, “gracias”.

Tecún Umán dice bajito, para sus adentros: — Ri q'uq' are jun je'l chiköp—, “eres hermoso”.

En ese dialogar, el hombre se nutre del ave, y el quetzal, del hombre. Mezclan la pureza del compositor alado con la compleja sensibilidad humana, la frágil delicadeza de delicado cantor, con el alma sedienta de música del que camina erguido.

Tanto se fusionan que, con frecuencia, Tecún se sorprende viajando sostenido por la brisa, sus verdes extremidades extendidas maniobrando el timón de la cola, apreciando la selva desde muy alto. Aprende los secretos del viento, percibe con su vista los movimientos al pie de la montaña. A su vez, en la permutación de almas, el emplumado amigo escucha las voces de los seres de piel desnuda, entra en los oscuros y enormes nidos donde viven, se desplaza a pie por los senderos de la selva. Experimenta el esfuerzo de subir los árboles más altos, con apenas la fuerza de sus piernas, usando el torso para equilibrarse hacia adelante, y las manos para asegurar su ascenso. Confundido por el intercambio se pregunta: —¿para qué tanto trabajo, si apenas necesito agitar mis alas para elevarme? Entonces regresa a su emplumada realidad, al recordar que su amigo no puede arrojarse a los invisibles brazos del viento.

Le apena su limitación.

Tanto que en varias oportunidades se quitó una de sus largas plumas y se la ofreció con su pico. El receptor agradeció cada vez el regalo con la misma admiración. Se le humedecían sus ojos, los cerraba y bajaba su cabeza, en la actitud humilde del que no puede remontarse por los aires, reconocía la virtud de ser leve y no necesitar cargar el peso limitante de su propio cuerpo.

Tecún disfruta de la inocencia de pájaro y Q’uq, el quetzal, procura entender la complejidad de la vivencia humana.

Llegan a fusionar sus almas a tal punto que a veces, el emplumado camina sin percatarse de que puede volar, y el de piel quemada por el sol despierta a punto de lanzarse al vacío para surcar los aires agitando sus verdes alas.

Los ojos de Q’uq fueron los que, desde el aire, primero vieron avanzar la comitiva de seres brillantes por el camino del mar, cloqueando las placas de sus artificios fósiles.

Así se enteró el príncipe de la invasión y corrió a preparar sus tropas para repelerlos. Juntó los guerreros Ajawk'iche, los Nimjaib'y los Kaweq, la élite de combatientes del pueblo maya.

Cundió la alarma silenciosa. Escondieron los niños, las mujeres y los viejos.

Se prepararon para la batalla.

Descendieron, observaron y atacaron.

Los extraños se defendieron en ordenada formación.

Repelieron.

Esperaron.

Y siguieron avanzando.

 

El quetzal observaba a la distancia sin entender. El peligro podía olerse, En su leve complexión crecía el nerviosismo, y su cuerpo era agitado por temblores inexplicables, En la jungla se esparcían los irisados reflejos que emitían las plumas al sacudir su nerviosismo, contagiando a las otras aves, haciendo temblar las ramas, los monos, afectados por las ondas que emanaba, aumentaban sus piruetas y chillidos. Toda la selva vibraba y transmitía su inquietud a la tierra.

De noche cesaban los combates. Apenas el sol despuntaba, recomenzaban.

Las primeras escaramuzas sorprendieron al invasor, pero se recompusieron con rapidez y continuaron marchando hacia la ubicación del templo, visible el pináculo, que asomaba entre las altas ramas.

El oro les llamaba.

Tecún Umán atacó una y otra vez, usando la selva para ocultarse y reaparecer. Pero las armas del enemigo eran más poderosas que las de ellos. Y sus cuerpos estaban cubierto por corazas, mallas cascos refulgentes. Las flechas mayas no lograban traspasar sus armaduras.

Continuaban ascendiendo. Las armas de fuego de los invasores expelían bolas de metal que golpeaban, herían y mataban a su gente. Fueron cayendo los más valientes guerreros, uno a uno.

Cada vez que alguien era alcanzado, el quetzal observaba atónito la sangre escaparse a borbotones, y como se iba vida con ella.

No entendía por qué caían y se teñían de rojo. A veces osaba a acercarse a donde estaba su amigo, pero el fragor de la lucha y los gritos le asustaban, lo obligaban a alejarse. Su comunión espiritual con el príncipe maya le advertía sobre la gravedad de la hora.

Retrocediendo hacia el conglomerado de casas, los contendientes llegaron a una extensa explanada donde los mayas solían reunirse para festejar la cosecha.

Era el valle de Olintepeque.

Allí Tecún se paró enfrente de sus tropas y ordenó esperar. Lanza en mano, manifiestas sus cualidades de líder y el amor por su pueblo. No necesitó hablar para que el enemigo entendiera el desafío planteado por el príncipe.

Diego de Alvarado, el capitán español a cargo de aquella expedición, ordenó que le alcanzaran su caballo.

Los nativos no conocían estos animales.

Los quetzales nunca habían visto uno tampoco.

Q’uq sobrevoló por encima del príncipe varias veces. A ambos lados los contendientes se preparaban para lo que parecía ser el choque final.

Por un corto lapso se hizo absoluto silencio en la explanada. Inmóviles, ambos bandos esperaban en sus líderes.

Fue entonces que el Capitán, montando en su caballo, avanzó entre sus hombres y se ubicó delante de la tropa. El hermoso animal, acostumbrado a las batallas, escarbaba con sus cascos delanteros, mostrando los marcados músculos de su pecho, listo para la acción. El jinete levantó lentamente su mano derecha, empuñando su larga espada de dos filos.

 

Tecún Umán afirmó sus pies descalzos en el duro suelo. Desconociendo cómo funcionaba la dupla hombre-caballo, se fijó como objetivo atravesar el pecho del animal para neutralizar la amenaza.

Y se abalanzó hacia adelante.

Alvarado apuntó con su espada al maya, y espoleó el animal que salió disparado al encuentro.

El príncipe empuñó su lanza, llevó su brazo hacia atrás. Con extrema potencia dirigió el arma al pecho del caballo. Esta salió disparada y se clavó justo en medio de los músculos, justo en el nacimiento del cuello. La bestia cayó como fulminada. Alvarado cayó hacia adelante.

Los indígenas, a una voz, profirieron su aterrador grito de guerra.

Tecún se detuvo. Levantó sus brazos en señal de victoria.

Q’uq sobrevoló por encima de la cabeza de su amigo, sintiendo en su interior la agitación su como si fuera propia. Se posó en una rama del lado opuesto del campo.

El Capitán, luego de rodar varias veces sin soltar su espada, se levantó a pocos pasos. Recorrió la distancia que los separaba, llevó hacia atrás el codo de la mano derecha para impulsar el acero, la hoja de doble filo reflejó los rayos del sol tropical y se hundió en el corazón del gran cacique.

Tecún Umán cayó como fulminado.

Q’uq sintió el dolor en su propio interior. Agitó sus alas, volando en derechura a su amigo caído.

Bajó violentamente, amortiguando su descenso con las verdes plumas de su pecho.

Todos, incluso el capitán español, vieron cómo se teñía de rojo. En una fracción infinitesimal de tiempo, el alma que dejaba el cuerpo inerte se fusionó con la del ave. Esta levantó vuelo empapadas sus verdes plumas en carmesí, goteando la vida que acababa de extinguirse, hasta desaparecer ante la vista de todos.

Mudo, Q’uq buscó refugio en su selva. 

El cuerpo inmóvil de su amigo yacía en medio del improvisado campo de batalla.

Lo que siguió fue una carnicería. Diezmados, los guerreros avanzaron con fiereza hacia los españoles. Éstos los esperaban con los arcabuces listos.

La primera descarga dio por tierra con casi todos ellos, Los pocos que continuaron fueron derribados con facilidad.

Cayeron los Kaweq, los Nimjaib'y los Ajawk'iche. El gran pueblo K’iché fue absorbido por la historia.

La sombra de la muerte oscureció la tarde.

*****

Más de cuatrocientos años pasaron, los templos acabaron de envejecer. Sus inanimadas estructuras se yerguen en los lugares antiguos, más expuestos que antes. Los mayas se diseminaron por el territorio, olvidando sus costumbres y la lectura periódica del Popol Vuh, el libro sagrado de los k’iché.

La selva continuó su ciclo vital. 

En apariencia nada cambió.

Salvo el quetzal, que no volvió a cantar.

Más siguió adornando la selva tropical, multiplicándose prodigiosamente

 

Los hijos emplumados de Q’uq, el amigo del último rey, se reprodujeron en gran número. Todos nacían con su pecho rojo, su garganta muda y su alma fusionada con la de Tecún Umán.

Luego de su muerte, nadie escuchó cantar a un quetzal, ni sonido alguno ha salido de su garganta, pero sabemos que se comunican entre sí, y lo hacen en k’iché.

Cuando el Q’uq quiso detener el flujo de vida que se escapaba del pecho de su amigo se empapó no sólo del vital líquido; el idioma y la libertad maya cercenada continuaron latiendo y viven en él, testimonio es su plumaje rojo, señal perpetua del rescate ocurrido en aquel campo de batalla.

El acontecimiento, tal y como sucedió, no fue anotado en ningún libro, ni labrado en ninguna piedra de los templos.

No fue registrado en las bitácoras del invasor. Ni los hombres de túnica negra, cruz y pluma, que todo lo apuntaban, lo plasmaron en las hojas amarillentas de sus volúmenes.

Pero así fue.

—Nosotros lo vimos.

Pocos lo recuerdan.

Los otros, los que no creen lo han transformado en leyenda.

Los genocidas minimizaron el “incidente”.

Pero en cada nido de quetzal, aun antes de aprender a volar, de les trasmite la historia de Q’uq. Le es enseñada en lo oculto de la selva en idioma k’iché.

 

Hubo otro asunto que fue cuidadosamente encubierto a los habitantes del istmo.

—Así ocurrió:

Tan pronto terminada la lucha, apenas acabado el combate, los invasores tomaron el cuerpo de Tecum Umán y lo arrastraron hacia su campamento. Lo cubrieron con ramas, no por respeto sino para que no fuese identificado, y dejaron cuatro soldados montando guardia, so pena de ser fusilados si el cadáver llegaba a desaparecer.

Una vez que los vencidos hubieron retirado a sus muertos, luego de que los invasores recogieran todas las armas y el terreno fuera despejado, el cadáver del príncipe fue atravesado en una mula y conducido pendiente abajo, lejos del valle de Olintepeque.

Q’uq los seguía.

Se detuvieron en un lugar despejado. Cavaron un pozo profundo y lo arrojaron dentro. Taparon y apisonaron la tierra distribuyendo luego algunas piedras y ramas caídas sobre el sitio, borrando los rastros.

El pájaro anotaba todo en su memoria.

La guardia encendió un fuego a tiro de piedra del lugar. Al día siguiente volverían a su campamento.

Muerto y enterrado.

Listo.

Pero se llevaron una enorme sorpresa a la mañana siguiente.

Apenas despuntaba el alba cuando despertaron. Somnolientos, apagaron los rescoldos que continuaban encendidos, liaron sus petates y cargaron las herramientas en una mula. No se había aun percatado del cambio.

Clareó.

Entonces la vieron.

Justo encima del lugar de la tumba, había crecido una enorme ceiba. Su tamaño era prodigioso, mayor que todas las existentes en la floresta.

Espantados, los cuatro uniformados se acercaron, tocando con sus arcabuces el tronco, pinchando sus bayonetas en las raíces retorcidas, enormes y arraigadas al terruño como si llevaran siglos sosteniendo la mole.

Asombrados, mudos y sin explicación plausible, volvieron a reportar el asunto.

Juraron y perjuraron a sus superiores sobre el crecimiento sobrenatural. Invitaron al que quisiera a volver con ellos para verificar sus dichos.

Amenazados con pasar un mes en una mazmorra, se ofrecieron a retornar y cortar la ceiba.

Y lo hicieron, dedicándose con ahínco a derribar el enorme árbol.

Tres días le llevó la tarea.

 

Ni bien acababan de tumbar la enorme mole, apenas cuando se secaban el sudor de sus frentes, delante de sus ojos creció nuevamente, esta vez un poco más grande. Horrorizados por el hecho y acobardados ante la posibilidad de que los encarcelaran por borrachos o idos, discutieron que hacer.

Luego tomaron resuello y recomenzaron la tarea.

Así sucedió siete veces, cada vez les llevaba tres días tumbar la ceiba que rebrotaba. Agotados y al borde de la locura, volvieron al campamento, quedaban los leños y troncos de los seis árboles cortados como testimonio de que todo sucedió en verdad.

Al igual que el hecho del quetzal tiñíendose de rojo, todo fue silenciosamente encubierto.

—Pero nosotros hemos sido testigos.  Tú y yo lo hemos visto.

—Como omniscientes expectadores somos inmunes al tiempo. Pero los siglos pasaron. La vida continúa en la exuberante jungla, reducida en tamaño. Seguimos presenciando lo que vinimos a ver.

 

*****

 

A considerable distancia del suelo, en una gruesa horqueta de un viejo zapotillo, justo a la salida de su nido, un hermoso ejemplar adulto de quetzal se dirigía a su hijo en esos términos:

 —Te he visto admirando a un sinsonte cantar.  Quiero que sepas que ese solo imita, no son de él as vocalizaciones, sino que las roba y falsea con su propia voz—. Agregó: —No le admires, nosotros tuvimos nuestro propio trinar, el más bello de las altas florestas. Pero nos fue quitado.

  —Pero “tat”, padre, ¿quién se robó nuestro canto?

  —La espada que atravesó el pecho de Tecún Umán. Pero no para siempre.

—Escucha atentamente hijo. Cada uno de nosotros nace, vuela y retorna a la tierra con la esperanza de un día recuperar el canto de aquel Q’uq Mam, nuestro abuelo, amigo de Tucun Mam, el abuelo de los mayas, hijo del último de los catorce reyes de los lugares altos, que diera su vida por el gran pueblo Q'umar Ka'aj, habitantes milenarios de esta preciosa tierra.

—Has oído que este lugar se llama Quauhtlemallan. No es verdad.  Y sólo los quetzales sabemos que ese no es el nombre original, no es ni siquiera un nombre k’iché.

—Pero: ¿quiénes somos los quetzales para alguien nos tenga en cuenta? Nos consideran mudos —Agregó el papá quetzal, continuando:

—El Q’uq Mam, escuchó a Tucun Mam, cuando descansaba en la horqueta del árbol de Guayacán, el nombre del pueblo a que pertenecía, y era Cachiquel— dijo con firmeza.

 

A medida que la historia fluía, otros pichones, apenas emplumados, se acercaban interesados en saber más del pasado quetzal.

Y un torrente de preguntas brotaba de los picos de los pequeños de plumas verdes y pecho rojo:

—¿Por qué alguien tuvo que matar al príncipe?

—¿Que buscaban los extranjeros?

—¿Que cruel impulso lleva a invadir y asesinar para robar metales que sobreviven a la muerte de los que los hurtan?

—¿Qué vil dios envió esos seres brillantes, montados en poderosas bestias, a contaminar nuestra tierra?

El padre quetzal se toma su tiempo, los deja expresarse y luego contesta pacientemente:

—Los hijos de Q’uq no lo sabemos. Tucum Mam -el Tecún Umán- no tuvo tiempo de contestar esas preguntas.

Aún hoy, luego de siglos transcurridos, la maldición sigue viva. Se ha reducido nuestro espacio. Nuestros hermanos son cazados para exhibirlos o venderlos. Se dice que estamos en peligro de extinción, algo así como que pronto no habrá más aves de brillante color esmeralda y de pecho carmesí. Al parecer moriremos mudos, sin recuperar el canto que la vil ambición de un imperio más allá del mar acalló por siglos.

Un recién llegado se metió en la conversación sin que nadie se lo pidiera. Había descendido imperceptiblemente y saltado de rama en rama, hasta ingresar al curioso círculo.

Agitó sus alas, se limpió el pico en la corteza del tronco, y dijo:

—Yo sé cómo recuperar nuestro canto.

Se hizo absoluto silencio.

Los más diminutos se revolvieron en el nido, Los jóvenes fijaron sus vivaces ojos en el que hablaba:

—Unos pájaros cantores llegaron a nuestra selva con noticias alentadoras. Nos han dicho que muchas aves, de remotos lugares, recuperaron el don en un lejano territorio, que es de donde él venía— Dijo, feliz de encontrar alguien con quien compartir sus novedades

—Era un Chipe de Lucy y me contó que muy al norte, cuando llega la primavera, se reúnen aves que llegan de todos lados y no hay ninguna que no cante. Dijo que por las mañanas se hacen competencias de cantores.

—¿Qué es una competencia? Preguntó uno de los pequeños, visiblemente emocionado por la historia.

—Es un evento donde todos participan y se elige la melodía más bonita, la más armónica y afinada.

—No sabía que se llamaba competencia— replicó el menudo interlocutor.

Q’uq padre intervino:

—No le puedes creer a un pájaro que se lo pasa viajando.

—Pero es verdad— se defendió el portador de la noticia.

—¿Cómo lo sabes? ¿Estuviste allí?

—No, pero algunos de los nuestros ya han emprendido vuelo rumbo al norte.

Esto último alarmó al padre de los pichones. Los ojos de los más jóvenes brillaron de esperanza.  —Cantar de nuevo—, cavilaron.

Q’uq pudo adivinar sus pensamientos. Intervino tratando de descorazonar a los crédulos inocentes:

—Dime: ¿cómo crees que podemos recuperar nuestro canto sólo viajando a otro lugar?

—Es que allá la comida es diferente. Hay todo tipo de granos, insectos, gusanos robustos. Agua que baja de la montaña y corre entre las piedras.

— ¿Y desde cuándo lo que comen les devuelve a los pájaros el trino? Además, acá sobra la comida.

El recién llegado sintió el ataque, y vio que su credibilidad estaba en juego. Respondió con vehemencia:

—Si es verdad lo que los viejos cuentan, aquella muerte en manos de extranjeros fue la nos privó de nuestro don de cantar. Es en tierra extranjera entonces que nos será devuelto—. Y queriendo mostrar su inteligencia agregó: —llevamos mucho tiempo aguardando y nada sucede. Siempre en este lugar, siempre quejándonos de nuestra mudez sin esperanza.

—La abundancia de comida y espacio donde vivir, diferente a lo que estamos acostumbrados, es lo que opera el milagro. Nuestras gargantas volverán a emitir las melodías, como era antes de los tiempos de Q’uq Mam—. Afirmó el joven pregonero.

—Eso es imposible, no es la dieta que nos devolverá nuestro canto, sino la libertad del pueblo K’iche—. Replicó el Q’uq Mam.

—¿Libertad? ¿No son ya libres? ¿No andan de aquí para allá? ¿No hacen lo que quieren?

—No se trata de esa libertad, Tú no entiendes. ¿Qué te enseñaron tus padres en el nido, cuando eras pequeño como éstos?

Al joven quetzal le molestó que su mensaje fuera puesto en tela de juicio. Pensó: “Son estas generaciones las que impiden que avancemos, siempre atadas a historias antiguas, al mismo entorno, a la rutina interminable de volver cada noche a su mismo hueco de un tronco podrido”. Dijo:

—Ustedes hagan lo que les venga en gana. Yo me voy a recuperar mi voz— dijo. Acto seguido, y con visible frustración, abrió sus alas bruscamente, y se elevó sin miramientos, asustando a los pichones y sacudiendo la rama en donde se había posado.

Cuando desapareció de la vista más allá del follaje, entre las nubes bajas, dijo el padre:

—No le escuchen, son ideas peligrosas que llegan de tierras desconocidas.

Pero el mal ya estaba hecho.

 

*****

 

Pasados varios días de aquel episodio, y ya entrados en el Yáa k’iin, la primavera tropical, casi al comenzar la estación de las lluvias, Q’uq fue a visitar el lugar de los manjares, un espacio apartado muy difícil de acceder si no era por aire. Al posarse en una de las ramas de la húmeda copa, notó que faltaban varios de los habituales concurrentes al festín. Preguntó sobre su paradero, pero nadie sabía la razón. Los comensales, ocupados en la tarea de elegir y devorar las frutas más jugosas, le ignoraron desentendiéndose del tema.

Dedujo Q’uq que los faltantes andarían buscando pareja.

Pero ¿tantos a la vez?

Para salir de dudas, voló hacia el nido de uno de sus hijos, de la camada del año anterior.

Para su sorpresa, no lo encontró en él, ni cerca del lugar. Hurgó en los alrededores donde solían verse, subió a las ramas más altas, voló por encima de las nubes.

Nada.

Volvió a esperarlo, quizás cuando el sol comenzara a bajar regresaría.

Un mirlo curioso le observaba de lejos, y al verlo tan alterado, se acercó. Le preguntó a quien buscaba.

Q’uq respondió:

—A mi hijo. Duerme en aquel nido.

—Salieron ayer para el norte, a recuperar su canto— dijo seriamente el ave.

—¡No!

Lo que temía acababa de suceder.

El grupo que viajaba al norte se encontró que no era fácil el trayecto. Procuraban seguir a las aves migrantes, pero aquellas estaban acostumbradas a ir y venir. No así ellos. El aire era más liviano y puro allá en su selva, a la altura de las nubes. Allí hacía tanto calor.

Se llenaban las alas de polvo cuando descendían a descansar, y no encontraban suficiente agua para quitárselo. Se miraban el uno al otro y notaban que estaban perdiendo su natural brillo, la punta de las plumas de sus colas comenzaba a gastarse.

Pero eran jóvenes, no podían retroceder. Si volvían serían avergonzados delante de los otros, los que no quisieron emprender la aventura.

De mañana temprano fueron despertados por el guía:

—Vámonos, que pueden vernos. Hay muchos esperando a que crucemos para cazarnos.

—Nunca habían tenido que despertarnos al amanecer allá en casa— pensaron los quetzales.

 

*****

 

Mientras tanto, Q’uq recorría otros nidos. Quería saber cuántos eran los contagiados con la idea loca de viajar al norte.

Llegó al árbol de la familia de los O’k’al, la mayor de toda la jungla de Cachiquel. Encontró al viejo O’k’al Mam en la rama que estaba encima del enorme hueco de su casa. Sus ojos lucían apagados. Su cuerpo parecía haber envejecido diez generaciones. Sus plumas brillantes y su cola de hermosas líneas estaban opacas y habían perdido lozanía.

Le preguntó:

—¿Que le sucede, amigo O’k’al?

—En una semana se fue la mitad de la familia. De los últimos hijos, de seis nidadas, solo ha quedado uno en la casa.

—Consuélese, ya vendrán nuevos nidos.

—¿Tener más pichones para qué? ¿Para que apenas aprendan a volar salgan disparados rumbo al norte? No, mi amigo, ya estoy viejo para eso. No quiero ver a nadie más partir— dijo.

—Es verdad—, admitió Q’uq. Y repitió para afirmar la idea, mirando hacia abajo: — Es verdad.

—¿Sabe lo que es peor? Que mientras nuestro corazón entristece, ellos para sobrevivir, van a tener que endurecer los de ellos. Y cuando suceda, nos van a olvidar. Lo que vive en su interior: la raza k’iché y el canto dormido de los quetzales, no tendrá lugar en sus estrechas almas.

 

—Ya no volveremos a cantar.

Si los quetzales lloraran, Q’uq podría jurar que los ojos de O’k’al se habían humedecido de llanto. Pero debió ser la niebla condensada sobre su penacho, que descendió en gotas, mojándole los ojos.

 

*****

 

Los alados viajeros al norte, luego de una larga travesía, llegaron al famoso lugar donde abundaba la comida y los prometidos granos milagrosos que devolvían el canto.

Pero no vieron nada. La escases de árboles los dejó pasmados, y no había semillas, ni una sola. Apenas algunos insectos, y bastante desnutridos.

El migrante guía les explicó que recién comenzaba la estación, que buscaran un lugar donde dormir y se procuraran algo de alimento.

Se dirigieron a un hilo de agua con veleidades de arroyo para saciar la sed. Cuando se acercaron a un pequeño remanso vieron sus imágenes reflejadas. Les sorprendió el cambio.

Con el esfuerzo sus alas se habían robustecido. La sequedad del clima en el viaje y ahora en ese lugar, había opacado el brillo de sus alas, y reducido el largo de las plumas de la cola. Y lo que más le sorprendió fue que el rojo de su pecho era ahora un feo color marrón grisáceo.

Pero ellos, más preocupados por la subsistencia que por los cambios, se dedicaron a buscar gusanos, ricos en proteínas, para recuperar las fuerzas.

Tras de ellos llegaron otros. También se ubicaron en la arboleda circundante y de allí se fueron expandiendo a otros lugares.

Llegó el tiempo de cosecha y juntaron de las diferentes semillas. Comieron de cada una de ellas, saboreando los variados gustos.

Aprendieron el arte de intercambiar pertenencias, de negociar bienes, de mentir para recibir dividendos.

Olvidaron completamente a lo que habían venido.

 

******

 

El flujo de los alados emigrantes no se detenía.

Uno de los recién llegados recibía instrucciones sobre la nueva vida:

—Tienes que acaparar semillas, granos de todo tipo. Si encuentras alguna piedra bonita la guardas en tu nido, la escondes bien.

—Y ¿para qué quiero todo eso?

—Para comprar cosas, tu propio lugar.

—No entiendo eso de comprar.

—Es fácil, si compras, es tuyo.

—Mío, ¿qué quieres decir?

—Déjame explicarte: cuando haces un nido, es tuyo ¿verdad?—. Nadie más puede usarlo.

—No, solo yo, pues allí pondré los huevos, nacerán mis hijos y aprenderán a volar.

—Es lo que intento explicarte. El árbol, si lo compras, es tuyo. Nadie más lo podrá usar. Es tu propiedad, para hacer tu nido.

—Pero yo puedo construir mi nido en cualquier lugar. Además, tengo que volver a nuestra selva, ¿cómo voy a llevar toda esa carga?

—No te preocupes por eso ahora, acá todo se soluciona.

—Te lo repito, los nidos se pueden construir en cualquier tronco.

—No será siempre así. Otros quetzales están comprando muchos en este mismo momento, allá, en Cachiquel. Y si ellos son los dueños no te dejarán anidar en ellos.

—Por más que compren, cada quetzal tendrá su árbol, y hay muuuuuuuuchos de ellos.

—Te equivocas. Están acaparando. Conozco a uno que ya tiene casi cien.

—¿Y para que los quiere?

—Si los compra alrededor de su guayacán principal, entonces tendrá privacidad y también una parte de la selva en la que sólo los de su familia puedan alimentarse.

—Pero eso no está bien: las semillas, los insectos, las frutas, son de todos—, dijo el inocente extranjero.

—Ya no es así. Cuando nazcan y crezcan los nuevos quetzales, entonces habrá escasez de árboles—, replicó el sabihondo.

—Si cada vez somos menos.

—Contigo no se puede. Si no quieres, no compres, pero luego no digas que no te avisé.

 

*****

En los alrededores del Tikal, y al sur, en Iximché, los quetzales se habían reducido visiblemente. Para ver uno era necesario internarse en la floresta y esperar pacientemente donde hubiera frutas para ellos comer.

 

 

Q’uq Mam tuvo un sueño unas noches atrás y se lo contó a su amigo O’k’al Mam, el abuelo de los centenares.

—Anoche soñé algo muy triste.

—¿Qué fue?

—Una enorme hacha golpeaba la base del tronco de la ceiba de Tec٠n Umán y la derribaba. Luego una enorme mano pálida arrancaba la raíz y la arrojaba por encima de los montes, rumbo a mar. Los huesos del guerrero, aprisionados entre ellas, se desparramaban por la tierra cachiquel.

—¿Es esto posible? — Preguntó el interlocutor.

—Tú sabes la respuesta.

—Es verdad.

—Hemos entregado la libertad, hemos perdido el amor por la tierra.

—Nunca volveremos a cantar.

 

******

 

            Se retiran los abuelos de las verdes plumas, del pecho rojo, del vuelo majestuoso, los últimos que hablan el idioma olvidado de las selvas, los portadores de la esperanza de devolver el trino a sus gargantas. Vuelan a sus nidos. Se despiden tocándose los picos. Ya no se volverán a ver en estas tierras. Van a unirse a Tucun Mam, al último príncipe.

 —Algo tengo que hacer antes de partir, se dijo Q’uq.

Veré de cerca los nuevos vástagos de esa raza que no hemos podido salvar, debo despedirme, devolverles el alma del guerrero.

El día anterior había divisado dos niños indígenas jugando cerca de una humilde choza.

Voló hasta ellos. Se posó en una rama baja y dejó que se acercaran.

Mudo, ofreció regresarles alma de los k’iché. Cuando tocaron su cabeza de erizado penacho, su rojo pecho, el espíritu del ave fue aliviado de su carga.

 

Ahora sí podía partir en paz.

Los niños vieron los ojos humedecidos de Q’uq, y corrieron a llamar a sus primogénitos.

 —¡Tat, Nan, el quetzal está llorando!

—¿Cómo? ¿Qué quetzal?- preguntó la madre.

—Hay uno allá afuera, nos dejó tocarlo.

—Los quetzales no lloran— dijo el padre, —Y menos se dejan tocar.

Apremiados por los niños corrieron detrás de ellos.

*****

El ave ya se remontaba a los cielos mayas, dejando su cuerpo sobre la rama donde se posara. Pronto se encontraría con su amigo, volverían a dialogar en las junglas eternas, contrapunteando cantos interminables.

Quedaba allá abajo su cubierta de plumas, su rojo pecho.

El padre de los niños tomó el cuerpo de la hermosa ave en sus manos. Se fijó en sus ojos, dos húmedas perlas brillaban en ellos.

Admitió:

 -En verdad, Q’uq' lloró.

******

 

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 Autor: Roosevelt Jackson Altez -REJA-

Roosevelt es autor, escritor, dibujante, artista gráfico.

Su última novela: “ Las violentas vetas del volcán” está disponible en Amazon y Google Libros.

Su compilación de cuentos, donde esta historia es incluída, está disponible en el libro Dimensiones.


También es autor de diversos blogs, y cuentos cortos, y no tan cortos.

Puedes comunicarte con nosotros a: edicionesdelareja@gmail.com

 

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